Zarandeado por las olas y empujado por un viento que no empuja, navego expectante hacia puertos oscuros y lejanos. Pero por más que milla a milla me aleje de vosotros, no consigo dejar de pensar en aquella tradición saharaui. ¿Cómo la iba a olvidar, si tú no me lo dejabas de repetir cada día, cada hora y cada minuto? “Los que comen del mismo plato son hermanos, tu madre es mi madre y mi madre es tu madre” me repetías infatigable. Y por más que nos distanciemos más y más, no consigo sino reafirmar ese sentimiento y es que cómo bien me dijiste, parece que nos conociéramos de mucho antes.
Como orgulloso embajador
vasco que soy, siempre he tenido la sensación de que nuestro pueblo es recibido
con los brazos abiertos a lo largo y ancho del mundo, pero nunca, repito nunca, he tenido esta sensación de completa
camaradería entre dos pueblos. Sin embargo, intuyo que esta fraternidad entre
los hermanos vascos y saharauis no solamente se debe por compartir del mismo
plato, sino también porque somos compañeros de sufrimiento y negación, de lucha
e ideales. Somos dos hermanos que caminamos juntos hacia unos mismos sueños y
horizontes, que juntos de la mano buscamos utopías en este mundo de hoy que
parece haberse quedado sin ellas. Y es que la hermandad se lleva en la sangre,
porque a tercos no nos gana nadie. Siglos y siglos de lucha sin conocer más que
la derrota, y aquí seguimos, más vivos y convencidos que nunca. Como lo dijo el
ilustre cubano, “la historia me absolverá” y el tiempo no nos dará más que la
razón ante quienes intentan confundir terrorismo con afán de democracia,
libertad con quimeras.
Querido hermano, los dos
sabemos que las palabras de agradecimiento sobran, que con aquellas lágrimas de
despedida nos lo dijimos todo, pero esto es lo único que puedo hacer por
alguien que sin conocerme de nada, ni esperar nada a cambio, me dio todo lo que
tenía. Llegué a tu casa con mucho menos que con lo que me fui, y ahora, cargo
en mi mochila con unos kilos extra que con ironía decías, me recordarían a ti.
Pero sobretodo cargo con toneladas de recuerdos que incluso mi frágil memoria
no podrá jamás deshacerse de ellos. Y es que los recuerdos del sabor del té de
tu madre (que ya es también la mía), la sensación de impoluta limpieza después
de aquel baño en el hamam (¡me tendrías que ver ahora!) o las melodías de los
cánticos saharauis alrededor de un plato de cordero en aquel oasis pesan mucho.
Pero seguramente el regalo más preciado que me hiciste fue aquella primera
comida el día que nos conocimos, pues a partir de ese instante fui de tu propia
familia. ¡Nunca pude imaginar que un plato de cuscús con pollo pudiera tener
tanto valor!
Ahora que he marchado, no
podemos más que refugiarnos en la nostalgia de los recuerdos de los días que
pasamos juntos. Yo me acordaré de ti cada vez que tenga arena en mis zapatos,
cada vez que vea pasar un todoterreno destartalado o cada vez que con las
prisas del mundo “desarrollado” mire la hora en el reloj que me regalaste y que
nunca funcionó. Tú podrás colgar la ikurriña que te di en la pared de vuestra
habitación, la podrás usar como pañuelo o la puedes envolver y guardar en ese armario donde escondes tus
tesoros más preciados. También te escribo esta carta (que espero alguien te la
traduzca al árabe) para que de tanto en tanto la leas en voz alta y le puedas
poner voz a los recuerdos.
Aunque los dos seamos un
poco nómadas y no pasemos demasiado por casa, sabemos que por suerte el siglo
XXI ya ha llegado a muchos rincones del mundo y que a golpe de ratón, de
facebook y de skype estamos más cerca que nunca. Pero ya hemos hablado mucho de
esto y no te voy a aburrir más. Tan solo, te voy a pedir un último favor, que
no olvides nunca que me tienes para cuando me necesites.
Un abrazo cariñoso para M.
B., M y todos los amigos, para M. . y A., para M, M.,
W. y A., para los pequeños S. A., L., S., R., N. y
N. y por supuesto uno enorme y especial para F. y Mb.
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